martes, 24 de mayo de 2016

LEYENDAS DE CHIMBOTE

EL AHOGADO (CHIMBOTE ANCASH) 
Narran los primeros pobladores que cierta vez salió de pesca un padre con sus dos menores hijos, adentrándose muy cerca a la cueva "de las brujas"; contraídos en la faena no se dieron cuenta que el atardecer cubría con su manto nocturno la bahía, empezaron a remar cuan rápido les permitía sus energías; entre las sombras se levantó una sombra como fantasma que rápidamente jaló a uno de ellos perdiéndose entre las aguas. A partir de esa fecha nadie se atrevía a salir a pasear, menos a pescar de noche, por que se oía el gemido lastimero del ahogado pidiendo auxilio"... auxiiiliooooooo meeee aaaahogoooooo". Esta leyenda fue convirtiéndose en terror de los grandes y pequeños, el que llegada la tarde se encerraban en sus chozas de caña y esteras, permaneciendo la caleta completamente desierta y en sepulcral silencio


ACUCCE PESKAC 
La leyenda del primer pescador Chimbotano 

Los antiguos indígenas cuentan que el primer navegante en Chimbote, el primer pescador para ser más específicos, se llamó Acucce Peskac. Este hombre apareció por los pedregales del sur. Le acompañaba Shumaq Qoillur, la hermosa hija más querida de un noble consanguíneo del Inca. Ella estaba destinada a ser Achirana, y Acucce Peskac se la había robado.
 Antes de él nadie se había atrevido a vivir en esta bahía. La gente temía mucho al mar, y estaba muy acostumbrada a una vida de cultivo. Apenas Acucce Peskac conoció la bahía se sumergió en ella. Le gustaba el mar. Junto con su compañera se hicieron una choza de totoras y junco que habían recogido de acequias aledañas.
 Al principio la choza se veía verde debido al matiz de sus tallos frescos, pero con el tiempo quedó doradísima de sol. Sumaq Qoillur había traído hilo, y con sus largos dedos elaboraba finas redes. Por su parte, Acucce Peskac, dedicaba todo el día a cargar sus redes. Las había atado a una piedra por un solo costado. Ingresaba al mar y salía dejando siempre una cesta de junco atada a cada malla, como señuelo para después buscar allí a las víctimas. Luego de un tiempo intentó negociar alimentos con una tribu vecina. Ofreció cambiar pescado seco y ahumado por semillas, frutos y vegetales. El nuevo alimento gustó tanto a los agricultores que como Acucce Peskac no volvía fueron a su choza para retomar negocios. La llegada de ese hombre intrigó mucho al principio, pero mientras más lo conocian, más lo iban estimando.
A los agricultores les interesó su extraña forma de vivir, su cabellera larga, su porte que se diferenciaba por una altura más acentuada. Sus canciones tristes. Una noche, un indígena de la tribu que adoraba a la víbora enarbolada en el cerro - este cerro se puede ver desde la misma playa – negó unirse a la hija del jefe de su tribu. Él estaba interesado en otra menos noble. El desacato implicaba el destierro, así que cargó con la amada, su madre y sus hermanos menores, y se dirigió a la bahía. Al llegar se instaló muy cerca de la choza de Acucce Peskaq. De este modo llegaron niños a la aldea. Como ellos, fueron llegando otros, sin que se sepa bien las razones de su decisión. Las chozas sobrepasaron las 10, y todas muy similares. Había nacido la aldea de Los Pescadores Rebeldes Una madrugada Acucce se levantó más misterioso que nunca. Usando largos filamentos de totora seca empezó a trenzar y atar, retorcer y ajustar, hasta generar la forma de una cónica y alargada mole que terminaba en fina punta.
Había dejado un espacio pequeño en el interior para sentarse. Montó sobre su obra, y con la ayuda de un palo liviano se internó en pleamar. Por detrás de la Isla Blanca llegó a un lugar donde el mar no impactaba sus olas. Allí pudo pescar más fácilmente. La misma tarde volvió con una docena de pescados desconocidos y mucho más grandes. Al prepararos estos deostraron una exquisites única. Como era de esperarse, en la aldea todos llegaron a tener su caballito de totora. La población aumentó. El trueque se había convertido en una actividad muy productiva. La tranquilidad aún no se perdía, aunque sí amenazaba con irse. Por ello, quizás, una mañana no amanecieron ni Acucce Peskaq, ni Shumaq Qoillur, ni su choza. Todos siguieron sus pasos, los niños, los nuevos vecinos, todos.
Estos se perdían en el gran valle del norte, cerca del gran río que nunca se seca.

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